I Came Around

Los autos iban haciendo una larga hilera que avanzaba lentamente por la calle principal del pueblo. Era el día del velorio del viejo y los hombres estaban inquietos, limpiándose el sudor de las manos en el pantalón; como temiendo ser los siguientes a los que la muerte se llevara. Las mujeres lloraban amargamente. Las ancianas se lamentaban en voz alta, mientras las más jóvenes callaban a los pequeños, diciéndoles que no era momento de jugar y que se comportaran.

Me dijeron que se había ido con una sonrisa de satisfacción en los labios y con la petaca de whisky en la mano. Hasta la muerte recibió con esa sonrisa y por ello el viejo se merecía mi respeto, aunque en vida nunca lo estimé. Lo había visto caminando por el pueblo con un paso cansado y la mirada perdida, generalmente ebrio o a punto de estarlo. Su soledad me molestaba, para ser franco. Pero qué caso tenía incomodarme si el viejo ya se había ido.

Yo llegué a la procesión con mi mujer por ahí de las dos de la tarde. Los hombres del pueblo y los amigos del viejo cargaban su ataúd. Me sentía hipócrita con mi traje negro y mi luto de mentira; pero era la costumbre local y siendo forastero, lo mejor que uno puede hacer es apegarse a las pequeñas reglas de urbanidad de la tierra ajena. Se sentía un aire pesado, como si el luto y el sudor flotaran juntos sobre nosotros mientras caminábamos por el valle, en camino a donde sería velado.

Llegamos a la posada en donde se velaría el cuerpo y la gente se fue acomodando en sillas y asientos dispuestos en una sala polvorienta. Mi mujer se sentó en el sofá junto a una de las madres jóvenes, quien mecía a un pequeño bebé en sus piernas para que se quedara dormido. Acerqué una silla plegable a ellas y me sumí un rato en mis pensamientos. En el pueblo todos iban a los funerales, pero sólo los amigos y la famila se quedaban. El viejo estaba solo en vida y no tenía familia alguna, pero hoy ahí estaba cada hombre, mujer y niño del pueblo.

Uno de los más viejos me invitó a acompañar a los hombres a la cantina. Era la costumbre que los hombres bebieran por el difunto y las mujeres fueran quienes derramaran las lágrimas. Me despedí de mi mujer y los seguí hasta la cantina, que estaba oscura y húmeda, pero al entrar se escuchaban estruendosas risas de un grupo de hombres mayores. Tenían un par de botellas de ginebra en su mesa, y me invitaron a acercar un banco y sentarme con ellos mientras me servían en un vaso de cristal despostillado.

            Nunca pensé mucho del viejo y ver a tantas personas dolidas por la muerte de un solitario que callejeaba sin rumbo me parecía bizarro. En los años que había vivido con mi mujer en el pueblo, al viejo lo había visto como un peso más para la sociedad, y un anciano que simplemente no había decidido morirse aún. Pero la manera en la que las personas le lloraban, solamente reflejaba algo más que yo simplemente no podía ver.

Los hombres de la mesa me siguieron sirviendo y pasadas unas cuantas horas, todos bebimos hasta quedar ebrios como cubas. Poco a poco, las lenguas se fueron soltando y di mi opinión sobre el viejo vagabundo. Sus amigos solamente se rieron y me interrumpieron, contando maravillosas historias de la juventud del viejo. El héroe del pueblo, a quienes todas las mujeres amaron y quien defendió a todos los hombres. El viejo se había quedado solo porque su amada había muerto de joven, y había contemplado la vida pasar en el pequeño pueblo.

Leí mal al viejo. No había sido un simple borracho mendigo, era un viejo amigo para todos ahí. No estaba solo como solo estaba yo. Había esperado su muerte en el mismo pueblo que se había llevado a su primer amor, muchos años atrás. Tal vez yo no comprendí eso porque de alguna manera yo también era un solitario caminante, como buscando mi lugar en un pueblo que no me correspondía.

Ebrias como el pecado, las voces en la cantina fueron cambiando de pena a celebración, hoy el viejo dormiría con su amada. La alegría y otra botella de ginebra se destaparon en la mesa y algunos ebrios causaron una pelea amistosa. Sonreí, y el hombre que resentí por su soledad me pareció el mejor acompañado.

            Para cuando el sol había bajado a los pies de los cerros, caminé de regreso a la posada. Mi mujer seguía sentada en la silla, y el pequeño bebé ahora dormía en sus brazos. Le di un beso en la frente y me dirigió una sonrisa amorosa.


            Miré la calle iluminada por la luz naranja del atardecer; me despedí de mi mujer y con paso decidido, influenciado por el alcohol, salí a dar un largo paseo por el pueblo. Deambulando sin rumbo pero con la sensación de estar haciendo una jornada, no una nueva, pero sí más larga. Una más por el viejo.

Loretta Rivera Domínguez M.
Edit: Malibeh Pérpuli L.

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