Todos revientan diferente. Casi todos revientan como truenos: ruidosos, violentos, brillantes y lejanos.
Yo exploto como las nubes que se acumulan por gotitas.
Nubes chiquitas, blancas, no de las grises que dan miedo. Me voy llenando de gotitas que evaporan los días, los ratos, los rayos que casi nadie notó pero que yo conté aunque no quisiera.
Luego son muchas gotitas y mi nube pesa más y más, la aprieto yo sola y la nube se me escapa entre las manos, entre los dedos, entre las cortadas de papel en los nudillos.
Y luego llueve y lluevo yo con ella.
Y soy lluvia
y soy agua
y caigo
y ya no soy nada.
Era, fui y ya no soy.
Porque las nubes como yo sólo existimos a ratitos.
Existimos cuando estamos lloviendo; no cuando nos estamos formando.
No existimos, no somos. No tocamos.
Venimos explotando y nos vamos.
Ya no servimos para tapar el sol ni para apaciguar los rayos que te queman la cara.
No quedamos, vaya, más que para quitarle el calor a los perritos callejeros y que la tierra huela.
Así somos las personas nube, las que explotamos quedito y sólo para nosotras. Las que no somos ni grises.
Nos duele más que lo que dolemos y callamos más que lo que ayudamos.
Ahí voy, rodando por la ventana de la sala y mojando tu sillón si quedó abierta. Ni siquiera lluevo tan fuerte como para ahorrarte la salida de la mañana. Soy las chispitas enfadosas para las que te arrepientes de haber sacado el paraguas.
Mojatontos. Chingaquedito.
La lluvia engañosa de la que te enamoraste.
Y que le duele lloverte encima.
—Loretta.
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